Usamos cookies propias y de terceros que entre otras cosas recogen datos sobre sus hábitos de navegación para mostrarle publicidad personalizada y realizar análisis de uso de nuestro sitio.
Si continúa navegando consideramos que acepta su uso. OK Más información | Y más

Buscar este blog

viernes, 17 de junio de 2016

El otro camino a Stonehenge





El otro camino a Stonehenge




Estábamos de viaje por el Reino Unido, mi hermana, mi compañero, nuestro hijo y yo. Conocíamos la leyenda de las antiguas piedras de Stonehenge, que básicamente consistía en que no había leyenda. Las teorías sobre su razón de ser eran múltiples, pero ningún erudito se ponía de acuerdo en por qué motivo aquella sociedad antigua erigió ese impresionante monumento. Queríamos ir a visitarlo, a ser posible al amanecer para comprobar lo que se decía del paso de los primeros rayos del sol a través de sus estratégicamente alineados menhires, lo que requería pasar la noche en la región, y para ello nos alojamos en una pensión de un pueblo cercano, a unos dos kilómetros del lugar.


La pensión era bastante lóbrega: la habitación lucía amplios desconchones en la pared, las camas consistían en cuatro literas ataviadas con antiguas colchas de patchwork, el suelo presentaba un aspecto sucio, y amplias grietas se abrían de los muros hacia el techo. No tenía ventana alguna que aliviase el terrible bochorno que nos agobiaba, y eso casi era lo peor de todo, pero, dada la escasa oferta hostelera en la zona, no tuvimos más opción. Se trataba del verano más cálido en Gran Bretaña desde que se efectuaban mediciones. Un gran póster carcomido por los años cubría la pared opuesta a la de la puerta. Poco se veía en él, salvo el propio Stonehenge, en una foto antigua y que había sido manoseada por los años en aquel lugar lúgubre, cargado de humedades y con un aroma un tanto desagradable.


Nos echamos a dormir con la ropa de calle, no confiábamos en la limpieza de las sábanas, y el calor impedía la llegada del sueño. Súbitamente, me levanté de la cama, envuelta en sudor, y los demás hicieron lo mismo. Me preguntaron qué estaba haciendo, y, sin pensarlo demasiado, arranqué el póster de la pared. Lo que vimos nos dejó atónitos: una puerta de salida daba a un campo oscuro cruzado por un camino que salía justo delante de nosotros, y, si mirábamos a través de ella apenas asomando, podíamos ver que otras personas hacían lo propio: mirar perplejos los otros muchos caminos que cruzaban el campo oscuro pero fuertemente iluminado por una luna llena y oronda. Había cientos de personas asomadas en las respectivas habitaciones de hostales súbitamente salidos de la nada y que nos observábamos los unos a los otros, y ello contradecía lo que pensábamos sobre la escasez de alojamiento en el pueblo.


Una vez superado el primer susto, salimos de allí, y las otras personas hicieron lo mismo.  Tomamos el camino trazado, y al cabo de un rato nos llevó a una puerta abierta de una nave industrial. La cruzamos ¿qué podía pasar? Lo que vimos nos alegró el espíritu: se trataba de una brewery, una fábrica de cerveza, con sus enormes barriles metálicos de miles de litros de nuestra bebida favorita. Nos adentramos en ella, nadie salió a recibirnos dada la tardía hora, y vimos que varios caños nos invitaban a catarla, y no nos negamos, el calor era asfixiante y una pinta fresca nos ayudaría a sobrellevarlo.

Después recorrimos en línea recta el lugar que parecía no terminarse nunca, allí había más cerveza de la que nunca podríamos soñar, y, cuando ya parecíamos estar en medio de un bucle, una puerta apareció ante nosotros. La abrimos, y entonces cientos de personas más hicieron lo propio, cada grupo de ellas saliendo de su propia brewery


De nuevo el estupor al volvernos a encontrar, pero al mirar hacia el fondo del campo, pudimos vislumbrar las oscuras siluetas de Stonehenge, hieráticas en medio de la potente luz de la luna. Entonces entendimos. Era una carrera entre grupos de gente, los que más se hubiesen entretenido bebiendo, no podrían llegar a tiempo y se quedarían fuera. Emprendimos la carrera casi sin tomar aliento en dirección a los menhires, que tardaban en materializarse. El miedo se instaló en mi cabeza, pues una nube ocultó la luna y la noche en el campo abierto siempre produjo ese efecto en mí. El campo se ondulaba ante nuestros ojos y ello dificultaba el acercamiento: se oían gritos de gente con esguinces, caídas, hasta que, transcurridos unos minutos corriendo que parecieron días, una llanura se abrió definitivamente ante nosotros.


Habíamos llegado. Fuimos los primeros en hacerlo, y tuvimos premio: la luz de la aurora atravesó las piedras y dio de lleno en nuestros corazones. Sentí algo en mi interior que todavía hoy pervive: cambié el miedo por valentía. Cada paso dado en medio de la oscuridad había sucedido para llegar a aquel momento lejos de la masificación turística: lo imponente de aquella alineación sin explicación nos llenó lo suficiente como para olvidar el extraño camino recorrido, y sentarnos plácidamente a tomar los primeros rayos del sol que habían traído a nuestra vida, por fin, frescura.










El otro camino a Stonehenge de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons











viernes, 10 de junio de 2016

Diamantes y cantos rodados




Diamantes y cantos rodados




El hombre había destacado siempre por su chulería. Había trabajado en una gran empresa y eso había sido motivo suficiente como para mirar por encima del hombro a todo el que no hubiese seguido una trayectoria laboral parecida a la suya. Su personalidad respondía a esa clase de personas que daban una imagen progresista y luego en la intimidad pensaban todo lo contrario: que había que salvaguardar las costumbres milenarias que habían moldeado el carácter de su pueblo. Sin embargo, en cualquier sociedad, hasta los miembros más soberbios experimentan la necesidad de relacionarse con personas de extracción social más baja. Eso él lo asumía con asco y desprecio como un mal menor, porque era consciente de que no todo el mundo era un personaje tan especial como él. Receptor de un sueldo abundante, vestido a la última, que conducía el mejor coche, y que vivía en un chalet solo permitido a familias que ingresaban tres sueldos altos, él era el paradigma del hombre de mediana edad soltero y triunfador. Socialmente no era igualmente tan querido, la gente no era tan necia como él pensaba y su toxicidad era de todos conocida.

Representaba el paradigma del triunfador soberbio.
Un día tomó a su perro, uno de esos grandes y musculosos que se decía procedían de laboratorio, a la sazón uno de los pocos seres sobre la Tierra que toleraban su actitud, y lo subió al coche para ir a visitar una zona de la provincia desconocida para ambos, en la España profunda. Se trataba de ver sus rincones típicos y degustar su gastronomía, lo hacían a menudo. Circulaban por una carretera secundaria a su paso por uno de esos pequeños pueblos del noroeste con una estética que te trasladaba a otros tiempos, cuando este se salió de la calzada. El hombre era incapaz de guardar el móvil mientras conducía. Tenía que mirarlo si alguien le llamaba o le enviaba un mensaje. Eso le había perdido. No pensó en el ser que le acompañaba. No pensó, sencillamente. El cochazo rojo se salió y se estrelló contra una casa. Una casa de pueblo, de piedra, construida con irregulares y grandes cantos rodados, las ventanas de madera vieja, desconchada la pintura verde de sus contras. Su tejado mostraba hileras de gruesas tejas de pizarra desgastadas por la abundante humedad de la zona, cubiertas de musgo y moho añejo y que llevaban allí tanto tiempo que nadie recordaba el nombre del teitador.

El ruido asustó al único habitante de la casa, un anciano que vivía en aquel lugar alejado del pueblo. Salió y se encontró con un panorama desolador: un coche había impactado contra la fachada de su casa. Los desperfectos de la pared eran lo de menos. El coche se había quedado literalmente sin morro delantero, que se aplastaba sobre la vieja construcción. El can se encontraba bien, salió por la ventana trasera, que siempre iba abierta para que el perro fuese cómodo atrás. Pero el hombre no lo estaba. Se encontraba tendido a horcajadas sobre el volante, sin sentido. Sangraba profusamente.
Cuando despertó, el hombre se encontraba tendido en una cama en una habitación desconocida, oscura, sin más muebles que la cama, una mesita de noche, un armario grande y robusto de estilo castellano, una mesa y una silla. Trató de incorporarse, pero un intenso dolor de cabeza se presentó de repente y su reacción fue dejarse caer sobre la almohada. La habitación era antigua. Las paredes estaban construidas de piedra irregular y los techos eran de madera envejecida por el paso de los años. Vigas enormes y casi negras cruzaban aquella habitación. Nada que ver con su extraordinario chalet tipo loft, de estética minimalista, sus cuadros modernistas, su luz blanca y abundante, su equipación con las últimas tecnologías. Aquello inspiraba a siglos pasados, viejas con pañuelo negro en la cabeza, rosarios y jaculatorias, velas por toda luz y una lareira en el suelo como toda cocina. Un cuadro con la foto de un señor con aspecto mortecino y que llevaba sotana presidía la sala. Al hombre se le pusieron los pelos de punta.

-¿Dónde estoy…? –preguntó al anciano que se acercó al comprobar que el hombre volvía en sí.
-En mi casa. Ha tenido usted un accidente. No se preocupe, su perro está bien. Está fuera, con el mío. Es un perro impresionante.
-Ya. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
-Dos meses. Ha tardado mucho en recuperar el conocimiento.
-¿Dos meses? ¿Dos meses aquí? ¿Por qué no llamó a un hospital? Allí se habrían puesto en contacto con mi familia.
-No tengo teléfono. Nunca lo he tenido, ni lo necesito, ni lo quiero –dijo el anciano. -De hecho no tengo televisión, ni ordenador, ni nada que se le parezca. Aquí cuando cae la noche juego a las cartas, rezo o leo. Leo mucho.
-Esa es una opción muy loable, pero yo necesito ponerme en contacto con mi familia y mis amigos. Deben estar muy preocupados.
-También voy todos los días al bar del pueblo, que está a una hora caminando, a leer la prensa,  y su caso no se conoce. Nadie le busca.
-¡Pero no puede ser! ¿Y en el pueblo hay teléfono?
-Sí. Pero no está usted en condiciones de andar una hora para ir a llamar. No puede.
-¡Pues mire en el coche, tiene que estar allí mi teléfono móvil!
-Si se refiere usted a esta cosa plana que encontré tirado en el suelo, tenga.
-Démelo. Buff, no tiene carga. ¿Puede conectarlo a algún enchufe con un cable que hay en la guantera del coche?
-No tengo luz eléctrica en casa, me la cortaron porque no podía pagarla. Fue cuando decidí quitar todo lo eléctrico y volver al siglo XIX, lo lamento.
-Estoy… ¿aislado?
-Está en otro mundo, señor. Su coche destrozó la fachada de mi casa. He ido retirando los trozos para arreglarla. Ahora mismo no parece que haya pasado nada. Ha quedado muy bien. Yo fui albañil en mi juventud,  ¿sabe?
-¿Los… trozos? ¿Mi coche ha quedado en trozos? ¡Querría verlo!
-No se levante, se mareará. Descanse. Verá lo que quedó cuando mejore su estado. Coma un poco. Los estofados de carne de conejo que cazo a diario son la mejor medicina. Las hortalizas las cultivo yo mismo, sin veneno.
-¿Y cómo no avisó en el pueblo del accidente a la Guardia Civil? ¡Dice que va cada día para leer la prensa! ¿Por qué no lo hizo?
-Por no molestarles. Usted no estaba muerto, solo era el dueño de un coche roto. Piense, solo piense, que las cosas que pasan siempre pasan por alguna razón.
-¡Pero soy un personaje prominente de mi ciudad!
-Pues su prominencia no hará que mejore, mis cuidados sí. He traído a su perro para que le haga compañía mientras salgo a la huerta, ha estado a su lado todo el tiempo. Le dejo comida y bebida abundantes en esa bandeja. Coma. Volveré al anochecer, traeré carne fresca.
-¡Golfo… perrito, te encuentras bien! ¡Oiga! Sabe que no puedo andar… ¡Tráigame la bandeja, hombre!
Pero el anciano ya no podía oírle, se había marchado. El hombre trató de levantarse para reponer fuerzas, pero no podía. La bandeja se encontraba a tres metros sobre una mesa, pero hasta esa le parecía una distancia difícil de cubrir. Se dejó caer sobre la cama de nuevo, mareado y vencido por el hambre. Se dio cuenta de algo que le horrorizó: sus piernas no respondían a sus deseos de levantarse… ¿se habría quedado parapléjico?
De repente una idea le surgió de la cabeza. ¿Estaba pagando por tantos años de arrogancia? ¿Por tantas veces que juzgó sin conocer y tantas otras que desdeñó a alguien porque no poseía tanto como él? ¿El karma existe? Gritó, pero nadie le oía. No podía moverse, no alcanzaba la bandeja de comida, y sentía hambre.
Hizo examen de la situación, y la conclusión era que tendría que adaptarse a su nueva situación hasta que pudiese acercarse un día al pueblo y poder efectuar esa llamada que le devolvería su vida.
Pero… el final de esta historia no es la deseada por nuestro hombre. Sucedió que el anciano fue atacado por un oso aquella tarde, cuando trabada de cazar un conejo para la comida del día siguiente. Nunca regresó. El viejo cayó en una profunda sima ya sin vida. Nunca buscaron su cuerpo, pues en el pueblo dieron por hecho que se había retirado a su cueva de verano perdida en la montaña, como cada año hasta que aflojaba el calor.
Cuando llegaron los fríos hacia principios de diciembre y el anciano no se dejaba ver por el pueblo, entonces se dio la voz de alarma. Y lo que vieron en su casa les dejó sin aliento: en el interior, unos pocos restos de un hombre yacían sobre el suelo, se ve que había intentado reptar por el suelo para llegar a la bandeja sin conseguirlo y tras meses de reptar por el suelo de la casa buscando algo comestible a su alcance, habría muerto de inanición. Cerrada la puerta por fuera, sus restos habrían sido presuntamente devorados por un perro enorme que también yacía muerto en el suelo de la sala principal, vencido por el hambre. Dado el estado de lo poco que quedaba del cuerpo, no pudieron determinar ni siquiera la identidad del fallecido, dieron por sentado que se trataba del anciano.
Sin una persona corriente que le asistiese, al individuo especial se le habían acabado los argumentos. Quién le iba a decir que moriría de hambre. A él, que tanto había tenido, gozado, derrochado.
Los habitantes del pueblo creyeron que se trataba de un caso de muerte natural, y procedieron a organizar su funeral. Lo poco que quedaba de su cuerpo fue enterrado en el pequeño cementerio del pueblo, con el nombre del anciano y al lado de su mujer, que llevaba más de medio siglo ocupando aquella sepultura. Una cruz de hierro oxidada presidió desde entonces su lugar de reposo. Del soberbio nunca se supo en el pueblo. En la ciudad nadie lo echó de menos, las relaciones con su familia eran nulas desde hacía años, y su empresa optó por despedirlo al no poder ponerse en contacto con él durante meses.


Pero había sido fiel a sus principios: murió sin necesitar dar las gracias al anciano de mentalidad arcaica por sus cuidados cuando yacía sin conocimiento. A fin de cuentas lo había dejado tirado, literalmente. Y todo con la colaboración de un presunto ser inferior: un oso. El único final no previsto. Vivió entre diamantes y murió entre cantos rodados. Esperaba un panteón de lujo para preservar su memoria, y solo una cruz desvencijada ocultaba pistas sobre su paradero.
Círculo cerrado. Círculo perfecto.




Diamantes y cantos rodados de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons






jueves, 26 de mayo de 2016

El hipócrita




 El hipócrita


El hombre tomó la mano de su madre, que languidecía en una cama de hospital. Le habían diagnosticado un cáncer que la había ido carcomiendo por dentro, hasta haberla conducido a ese momento, el que todos temían y nadie quería. La mujer, de setenta nueve años de edad respondía a la mano de su hijo con dificultad, apenas podía asirla, las fuerzas eran ya mínimas. La esperanza había expirado días antes, cuando el médico había reunido a la familia para decirle que a su madre, la mujer más importante de la familia, le quedaban dos semanas de vida siendo optimistas, las últimas pruebas que le realizaron no dejaban lugar a dudas.
Una soleada mañana, la madre, que permanecía consciente, tuvo unos momentos de inusitada lucidez, que a su hijo sorprendió.
-Me voy con papá, hijo. Lo he visto esta mañana y me ha dicho que si quiero me voy hoy mismo con él. Qué tranquila me he quedado al verlo.
-¿Has… visto a papá? Hace ocho años que murió, mamá. No digas esas cosas.
-Por eso te lo cuento, para que estés tranquilo tú también. Se presentó ante mí con un aspecto como de treinta años, qué joven y qué maravilla, qué pelazo largo tenía, estaba guapísimo, Javier. Estoy deseando abrazarlo. Fueron cinco décadas largas las que pasamos juntos y lo he extrañado mucho.
-Bueno, me alegro si eso te ayuda a llevarlo mejor.
-Y a ti, y a toda la familia os ayudará, seguro. Pero yo quería hablar contigo para decirte que me siento muy orgullosa de ti, hijo. Eres de los pocos políticos que no han robado a los ciudadanos. Cada vez que veía un noticiario me ponía mala pensando que tú podrías estar metido en chanchullos parecidos y acabar en prisión, pero no. Tú eres íntegro, lo has demostrado. Te quiero muchísimo, hijo.
Javier bajó los ojos, contrito. Su madre estaba apunto de dejarle para irse hacia las sombras creyendo en su honestidad, pero él sabía que tal virtud no le adornaba en absoluto, que había un proceso en marcha y que su nombre iba a salir en cualquier momento para vergüenza de la familia, que había creído en él incondicionalmente. Fue cuando agradeció la situación: no quería que su madre lo viera salir del hospital hacia los juzgados, que era exactamente lo que iba a hacer, pues tenía cita con el juez en unas horas.
-Me voy sabiendo que hice un buen trabajo contigo. Ha merecido la pena tanto sacrificio para que fueras a la universidad. Qué buena cosa es que los hijos de los trabajadores puedan estudiar como tú hiciste.
Javier bajó de nuevo la cabeza. Aquello parecía una pesadilla. Apenas seis meses antes, Javier había votado en el Congreso a favor de la subida de tasas universitarias que precisamente impediría que la mayoría de hijos de trabajadores accedieran a la universidad, y que otros miles tuvieran que abandonar sus estudios por no poder pagarlas.
-¡Mira hijo, es tu padre! –exclamó la anciana mirando hacia un punto fijo de la blanca pared, en la cual no se veía a nadie-. ¡Ha regresado a por mí! Qué sed me ha entrado de pronto… ¿podrías traerme un vaso de agua?
-Claro mamá, enseguida vuelvo.
Javier se levantó de la silla de acompañante de la habitación individual de aquel famoso hospital privado. Se dirigió a la máquina de agua y refrescos del pasillo. Metió una moneda y sacó un botellín de agua. Regresó a la habitación, pero cuando lo hizo y abrió la botella de agua para echarla en el vaso, se percató de algo: su madre ya no necesitaba el agua.
Había fallecido.
Y lo había hecho creyendo que su hijo era un héroe de la política en un momento en que la corrupción era moneda corriente y muchos de los políticos solían acabar en prisión.
Javier comprendió y se sentó a lado de ella tomándole de la mano, rompiendo a llorar desconsolado.
Él era un sinvergüenza, un psicópata de tantos metido en política exclusivamente para hacerse rico, y que había sido lo bastante hábil como para tener engañada a su propia madre durante años. Su madre murió creyéndole honrado. Pobre mujer, mejor para ella irse sin conocer la verdad. En ese momento la empatía regresó al corazón de Javier, que no podía dejar de mirarla, abochornado. Podía engañar a millones de ciudadanos, pero nunca a su propia madre, que merced a sus creencias, desde entonces lo vería actuar desde el otro lado y conocería su miserable verdad: que no había hecho un buen trabajo con él y que más le habría valido haber abortado cuando tuvo ocasión, pues su hijo robaba dinero del estado y legislaba para hundir a los humildes y proteger a otros ladrones de la política como él. Su hijo contribuía a hacer de este mundo un lugar peor para vivir.
Pero la verdad es tozuda y le esperaba apenas dos horas después. En el juzgado. Bajada de ojos. Lágrimas. Nunca suficientes.



El hipócrita de Susana Villar está subjecta a una licència de Reconoixement 4.0 Internacional de Creative Commons







viernes, 20 de mayo de 2016

La paciencia del sediento





 La paciencia del sediento


Tanto tiempo vagando por una tierra inhóspita, el sol clavado en el cielo, asustando a las nubes para que no le oculten a nuestros ojos, ninguna vegetación, tierra marrón, seca, enormes extensiones de campo baldío, árido, pedregoso a veces, inabarcable con la vista. Te podrías perder en él a los cinco minutos de llegar. Sin agua. Sin animales para aplacar nuestro apetito. Andar y andar de noche, dormir de día, montar las tiendas, desmontarlas al anochecer y plegarlo todo. Y andar, andar, horas y horas bajo la noche sombría. 
Las estrellas nos guían y alumbran nuestros ciegos pasos. Bestias se ocultan bajo los granos de arena. Serpientes. De las que te ven y se ponen de pie, mirándote desafiantes. Te miran, te examinan, te tantean para ver cuáles son tus intenciones. Si te mueves estás perdido. Si te quedas quieto, llega un momento en que al dejar de verte como una amenaza, pero no corresponder con sus gustos gastronómicos, vuelven grupas y se van.
Y tras ese susto, esperando el siguiente. Tormentas. No de agua truenos relámpagos, claro, sino de arena. Paredes de mucha altura que se lo comen todo a su paso. Si te alcanza una de esas, igualmente estás perdido. Su fuerza es tal que te absorbe, te obliga a girar, te lanza, te desplaza para caer en cualquier sitio, y el resultado es que puede hurtarte la vida, sin timideces u otras consideraciones: ante una tormenta de arena no sobreviven privilegios, solo casas bien construidas. Son los tornados del vacío. Eolo colérico, Ra mirando hacia otro lado.
Sin embargo, tiene algo el desierto que hechiza. Mires por donde mires, ves la nada o tal vez el todo que le espera a la Tierra en un futuro cercano. Planetas inhóspitos que nunca veremos, pero que sin duda se parecen a esta inmensidad de obstinada sequedad. Aridez, pero vida, mucha vida oculta bajo los interminables pedregales. Y qué decir de esas imágenes que se proyectan en el horizonte pero a las que nunca llegamos por más que apuremos el paso. Suelen representar promesas de agua abundante y vegetación con frescos frutos que aplacarían la sed de la multitud que hoy somos. La mente utiliza el desierto para proyectar sus deseos, que aquí se resumen en tres: agua, comida, descanso.
La amiga que me acompaña desde hace tiempo no puede más. Había sido una jornada muy dura entre piedras, el viento no paró de frenar la marcha pues pegaba de frente en medio de la noche. La aurora se plantó ante nuestra vista de la forma más inesperada, aunque deseada, pues por fin podríamos descansar unas horas. La muchedumbre reclama aplacar sus necesidades. Yo tampoco puedo más. Llevo la lengua pegada al paladar, y el agua que cargamos en vasijas escasea y debe racionarse. Ella se cae de cansancio y debilidad.
-No llores, pequeña. Ya estamos llegando –dijo el anciano que caminaba trabajosamente apoyado en su viejo cayado mientras oteaba el horizonte con sus ojos expertos.
-¡No! ¡No estamos llegando! ¡Llevamos casi cuarenta años llegando! ¡Y no me llames pequeña, que estoy con la menopausia, Moisés, joder!
Cuarenta años atravesando desiertos. Eso es viajar. Lo demás son tonterías.
¿Podríamos nosotros hoy emprender un viaje semejante? Algo sí tenemos en común con ellos: el agua sigue siendo el mayor de los tesoros y la desertización una amenaza que se extiende poco a poco hasta engullirnos. Preparémonos para apreciar al menos la belleza del escenario que se acerca. Ya viene.




La paciencia del sediento de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons






jueves, 12 de mayo de 2016

Da capo





Da capo



-¡Shiss, hija! Cállate -susurró la joven madre-. Ya viene.

La madre puso su mano sobre la boca de su hija. Estaban vivas de  milagro. Un virus extraño producido por la presencia excesiva de  químicos en los productos de consumo generalizado, se había apoderado de los ciudadanos de sexo masculino entre los veinte y los sesenta años, mientras duraba su plenitud procreadora, y, tras una transformación absolutamente espeluznante, el nuevo monstruo de cada casa comenzaba a matar a cualquiera que se cruzase en su camino.

  
Ninguno de ellos mataba con sus manos, eran monstruos nacidos de la tecnología, les gustaba valerse de motosierras, armas automáticas, batidoras a pilas, todo tipo de herramientas o cualquier cosa que hiciese ruido y pudiese a la vez matar... eso hasta que culminaba su conversión que duraba una hora y durante la cual perdían los dedos para ganar pezuñas... y entonces ya solo valían zarpazos y mordiscos.

Rugían vestidos de marca porque ese era el aspecto que tenían cuando les llegó el primer brote, afectaba más a gente adinerada. Y con un ataque era suficiente. Babeaban como bulldogs, manchándose sus caros trajes que reventarían cuando su anchura de torso creciese. Y ese sería su aspecto hasta que les llegase la muerte, el de felinos gigantes harapientos, desenlace que sucedería indefectiblemente a las tres horas del brote. Podían correr, pensar, razonar, porque en la práctica seguían vivos, pero sin reconocer a ninguno de los suyos, ni familiares, ni amigos, ni meros conocidos, ni demás figurantes de la vía y lugares públicos, identificándolos a todos como enemigos a batir. Víctimas de brotes psicóticos. Condenados a matar y a morir. Nada que perder. Los soldados perfectos.



Shania temblaba. Era un lunes, llovía a cántaros y había que levantarse para ir al colegio. Se levantó bostezando. Bajó a la cocina para desayunar. Su madre hacía tortitas y su hermana pucheros mientras daba pequeños mordisquitos a una tostada con mantequilla y mermelada, pero el sueño la vencía. De repente la pequeña miró hacia el pasillo y vio a su padre entrando y saliendo del gran salón, agarrándose a él mismo por la pechera, como convulsionando. Dio grandes voces, pero esa voz no era la de su padre: rugía. Y su rostro se fue contrayendo, surcado de nuevas arrugas que de pronto se tatuaron en su piel a fuego. Y fuego era lo que parecía que el hombre sentía.  Un pelo abundante, largo y rubio cubrió poco a poco cada centímetro de su piel. Rugía como alimaña que huye de cazador impenitente.

Su padre, vestido impecable para ir a la oficina, sufría terriblemente ante los ojos asustados de sus hijas.


La pequeña Caroline de seis años emitió un gritito, huyó por la puerta de la cocina y se perdió en el bosque que rodeaba la casa.

Sin embargo, la madre y la otra niña mayor no lo vieron entrar en la cocina, y cuando quisieron acordar, el hombre irrumpió en la sagrada estancia blandiendo una desbrozadora a batería, la corbata ladeada, la boca rezumando babas.

Las dos salieron corriendo de  la casa por la puerta de servicio desde la cocina misma, metiéndose en su refugio secreto en la parte de atrás de la casa, lugar que solo conocían la madre y las niñas.

Da capo.

-¡Shiss, hija! Cállate -susurró la joven madre-. Ya viene.

La niña se serenó, pero su pánico regresó en cuanto vio las suelas de los zapatos de su padre a través de la luz de una rendija de la puerta que las cobijaba. Sonaba a ruido de sierra mecánica. Shania se tapó la boca con las manos apretando muy fuerte. No podían permitirse ni un solo estornudo, eso podría darle pistas de su escondrijo. Y eso era justo lo que no necesitaban.


La máquina se cayó al suelo, y dejó de sonar. El hombre se alejó de la puerta oculta por un lecho de hojas secas. Ellas salvaron la vida.

Qué suerte que los hombres nunca ven lo que tienen delante.

Ya solo faltaba Caroline.

La encontraron agachada, acariciando al cuerpo de un león que yacía sin vida. Sin duda habían pasado las tres horas de rigor, la niña había sido afortunada, aunque siempre les quedaría la duda de si el león habría reconocido y respetado a su hija. Solo la niña sabía el tiempo que estuvo con él, y ella nunca quiso hablar del asunto.

Tras el suceso, la madre se reunió con sus hijas, mirando como se llevaban al que una vez había sido su marido... un león de enormes dimensiones, porteado por varias personas, tal era la envergadura de su marido una vez convertido. 


Había llegado la hora de viajar al búnquer de casa de su madre, a mil kilómetros. La vida de tres personas solo puede salvarse haciendo pleno una vez, no iba a arriesgar más la vida de sus hijas.


Empezarían de cero, desde el principio, da capo...

Aunque esto es una ficción, el mensaje va para los científicos pagados por gobiernos o por empresas: cuidado con lo que fabricáis en vuestros  laboratorios, podríais ser los que iniciéis el principio del fin de todo y de todos. El mundo apela a vuestra responsabilidad.






Da capo de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons






lunes, 2 de mayo de 2016

¡Nuevo libro!

¡Nuevo libro en papel!


EN RECUERDO DE LA TIERRA.

En un futuro próximo, en el planeta Tierra se producen revueltas generalizadas por la orden de implantar un chip cerebral que convierte a los seres humanos en esclavos del poder. En ese escenario de violencia y futuro incierto, Santos y Silvia acaban de mudarse a un piso en un barrio aislado y peculiar de una ciudad española, Ponferrada, para iniciar su vida en común, aunque en ese edificio se van a producir desgraciados acontecimientos que les cambiarán la vida. Mientras los poderes en la sombra deciden si completan o no la secuencia nuclear para acabar con todo, científicos descubren la manera de viajar en el espacio de forma inocua e instantánea utilizando la teoría de cuerdas, a la vez que un lejano planeta llamado Estelande servirá de vía de escape a la catástrofe que se avecina. Animales y extraterrestres tendrán un papel inusitado en esta historia. Una distopía que describe la posible hecatombe a la cual es muy posible nos enfrentemos algún día.

 

Se trata de una distopía, una historia que se desarrolla entre Ponferrada y un planeta situado a medio millón de años luz en un contexto histórico en el que las revueltas en todo el mundo están a la orden del día. Hay una hecatombe mundial y unas personas que deciden aprovechar el desarrollo de la teoría de cuerdas para poder teletransportarse y así una nueva sociedad más justa y que no necesita el dinero para desarrollarse acaba de nacer. ¿Extraterrestres? Sí, aunque sus intenciones nada tiene que ver con lo que imaginamos. ¿Cómo reaccionaríamos si algún día llegasen a producirse estos acontecimientos? Para bien o para mal, debemos estar preparados. Una historia para valientes. 

Para adquirirlo, pinchad aquí:


¡Ah, y no os olvidéis de reseñar el libro si os ha gustado! ¡Gracias!







jueves, 28 de abril de 2016

La dama de la lámpara



La dama de la lámpara



-No, hija. No lo permitiré. No nos dejarás en vergüenza. Ninguna mujer de nuestra posición estudia, y menos para trabajar después, al contrario, la gente trabaja para nosotros y no al revés.
La madre de Florence se enfureció. Definitivamente su hija se había vuelto loca. En el siglo XIX ninguna mujer había solicitado a sus padres semejante cosa.
-Pero madre… he sentido la llamada de Dios, y me pide que me dedique a lo que te he dicho.
-¡No admiten mujeres en la escuela de enfermería! ¿Es que no lo sabes?
-Pues yo seré la primera. Y asistiré a las clases aunque tenga que vestirme de hombre para lograrlo. Me pondré ropa de padre si es menester.
-No. Antes te quito de en medio, te mando con tu hermana a su casa de campo y te hago encerrar, fíjate lo que te digo. No irás a esa escuela. Te hemos educado para ser esposa y madre con alguien de tu misma posicion social, que es lo que te corresponde. Nadie en nuestro círculo entendería otra cosa.
-Madre, por lo menos escúchame. He viajado. He visto las condiciones en que están muchos hospitales y creo que tengo la clave para mejorarlos. Puedo salvar vidas.
-¿Tú? ¿Y qué puedes aportar tú a la medicina que no sepan nuestros muy reputados y bien preparados médicos?

-Pues, entre otras cosas, un detalle que ellos no tienen en cuenta precisamente por no ser mujeres. He observado que en las casas más limpias no suelen desarrollarse ciertas enfermedades. Eso mismo es lo que quiero aplicar en los hospitales, especialmente en los hospitales de campaña. La desinfección es fundamental. Yo lo creo así. Muchos chicos heridos en la guerra podrán regresar a casa a pesar de sus heridas.
-¡No! No me convences. Te vas al campo con tu hermana.
-No has entendido nada, madre. No te estoy pidiendo permiso para estudiar y ayudar con mis conocimientos. Solo te lo estoy anunciando. La decisión está tomada y nadie me lo impedirá, ni siquiera tú.
Afortunadamente la joven Florence Nightingale no hizo caso a su madre y finalmente se salió con la suya. Estudió enfermería y enseguida se puso a trabajar, fue la primera mujer que oficialmente ocupó su tiempo en el noble oficio de curar. Mejoró las condiciones de salubridad de los hospitales, los rediseñó para luchar contra los gérmenes, lo que salvó muchas vidas, y utilizó su dulzura para animar a los enfermos a curarse, manejando la psicología para colaborar en el restablecimiento de los enfermos. Pensaba que la recuperación comenzaba en la salubridad de los hospitales, pero también en la cabeza de los aquejados por la enfermedad. Se especializó en enfermería de campaña tras su estancia en la guerra de Crimea. Impulsó la enfermería como profesión y modernizó sus bases.
Desde entonces miles de mujeres siguieron su ejemplo.

Ella recorría cada noche las estancias de los hospitales en que trabajaba, efectuaba su ronda nocturna portando un candil, y desde entonces todos la conocían como “la dama de la lámpara”.
A veces ser rebelde supone un gran avance para la humanidad. El mundo se congratula de la existencia de rebeldes como ella. Que cunda el ejemplo.



La dama de la lámpara de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons