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viernes, 10 de junio de 2016

Diamantes y cantos rodados




Diamantes y cantos rodados




El hombre había destacado siempre por su chulería. Había trabajado en una gran empresa y eso había sido motivo suficiente como para mirar por encima del hombro a todo el que no hubiese seguido una trayectoria laboral parecida a la suya. Su personalidad respondía a esa clase de personas que daban una imagen progresista y luego en la intimidad pensaban todo lo contrario: que había que salvaguardar las costumbres milenarias que habían moldeado el carácter de su pueblo. Sin embargo, en cualquier sociedad, hasta los miembros más soberbios experimentan la necesidad de relacionarse con personas de extracción social más baja. Eso él lo asumía con asco y desprecio como un mal menor, porque era consciente de que no todo el mundo era un personaje tan especial como él. Receptor de un sueldo abundante, vestido a la última, que conducía el mejor coche, y que vivía en un chalet solo permitido a familias que ingresaban tres sueldos altos, él era el paradigma del hombre de mediana edad soltero y triunfador. Socialmente no era igualmente tan querido, la gente no era tan necia como él pensaba y su toxicidad era de todos conocida.

Representaba el paradigma del triunfador soberbio.
Un día tomó a su perro, uno de esos grandes y musculosos que se decía procedían de laboratorio, a la sazón uno de los pocos seres sobre la Tierra que toleraban su actitud, y lo subió al coche para ir a visitar una zona de la provincia desconocida para ambos, en la España profunda. Se trataba de ver sus rincones típicos y degustar su gastronomía, lo hacían a menudo. Circulaban por una carretera secundaria a su paso por uno de esos pequeños pueblos del noroeste con una estética que te trasladaba a otros tiempos, cuando este se salió de la calzada. El hombre era incapaz de guardar el móvil mientras conducía. Tenía que mirarlo si alguien le llamaba o le enviaba un mensaje. Eso le había perdido. No pensó en el ser que le acompañaba. No pensó, sencillamente. El cochazo rojo se salió y se estrelló contra una casa. Una casa de pueblo, de piedra, construida con irregulares y grandes cantos rodados, las ventanas de madera vieja, desconchada la pintura verde de sus contras. Su tejado mostraba hileras de gruesas tejas de pizarra desgastadas por la abundante humedad de la zona, cubiertas de musgo y moho añejo y que llevaban allí tanto tiempo que nadie recordaba el nombre del teitador.

El ruido asustó al único habitante de la casa, un anciano que vivía en aquel lugar alejado del pueblo. Salió y se encontró con un panorama desolador: un coche había impactado contra la fachada de su casa. Los desperfectos de la pared eran lo de menos. El coche se había quedado literalmente sin morro delantero, que se aplastaba sobre la vieja construcción. El can se encontraba bien, salió por la ventana trasera, que siempre iba abierta para que el perro fuese cómodo atrás. Pero el hombre no lo estaba. Se encontraba tendido a horcajadas sobre el volante, sin sentido. Sangraba profusamente.
Cuando despertó, el hombre se encontraba tendido en una cama en una habitación desconocida, oscura, sin más muebles que la cama, una mesita de noche, un armario grande y robusto de estilo castellano, una mesa y una silla. Trató de incorporarse, pero un intenso dolor de cabeza se presentó de repente y su reacción fue dejarse caer sobre la almohada. La habitación era antigua. Las paredes estaban construidas de piedra irregular y los techos eran de madera envejecida por el paso de los años. Vigas enormes y casi negras cruzaban aquella habitación. Nada que ver con su extraordinario chalet tipo loft, de estética minimalista, sus cuadros modernistas, su luz blanca y abundante, su equipación con las últimas tecnologías. Aquello inspiraba a siglos pasados, viejas con pañuelo negro en la cabeza, rosarios y jaculatorias, velas por toda luz y una lareira en el suelo como toda cocina. Un cuadro con la foto de un señor con aspecto mortecino y que llevaba sotana presidía la sala. Al hombre se le pusieron los pelos de punta.

-¿Dónde estoy…? –preguntó al anciano que se acercó al comprobar que el hombre volvía en sí.
-En mi casa. Ha tenido usted un accidente. No se preocupe, su perro está bien. Está fuera, con el mío. Es un perro impresionante.
-Ya. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
-Dos meses. Ha tardado mucho en recuperar el conocimiento.
-¿Dos meses? ¿Dos meses aquí? ¿Por qué no llamó a un hospital? Allí se habrían puesto en contacto con mi familia.
-No tengo teléfono. Nunca lo he tenido, ni lo necesito, ni lo quiero –dijo el anciano. -De hecho no tengo televisión, ni ordenador, ni nada que se le parezca. Aquí cuando cae la noche juego a las cartas, rezo o leo. Leo mucho.
-Esa es una opción muy loable, pero yo necesito ponerme en contacto con mi familia y mis amigos. Deben estar muy preocupados.
-También voy todos los días al bar del pueblo, que está a una hora caminando, a leer la prensa,  y su caso no se conoce. Nadie le busca.
-¡Pero no puede ser! ¿Y en el pueblo hay teléfono?
-Sí. Pero no está usted en condiciones de andar una hora para ir a llamar. No puede.
-¡Pues mire en el coche, tiene que estar allí mi teléfono móvil!
-Si se refiere usted a esta cosa plana que encontré tirado en el suelo, tenga.
-Démelo. Buff, no tiene carga. ¿Puede conectarlo a algún enchufe con un cable que hay en la guantera del coche?
-No tengo luz eléctrica en casa, me la cortaron porque no podía pagarla. Fue cuando decidí quitar todo lo eléctrico y volver al siglo XIX, lo lamento.
-Estoy… ¿aislado?
-Está en otro mundo, señor. Su coche destrozó la fachada de mi casa. He ido retirando los trozos para arreglarla. Ahora mismo no parece que haya pasado nada. Ha quedado muy bien. Yo fui albañil en mi juventud,  ¿sabe?
-¿Los… trozos? ¿Mi coche ha quedado en trozos? ¡Querría verlo!
-No se levante, se mareará. Descanse. Verá lo que quedó cuando mejore su estado. Coma un poco. Los estofados de carne de conejo que cazo a diario son la mejor medicina. Las hortalizas las cultivo yo mismo, sin veneno.
-¿Y cómo no avisó en el pueblo del accidente a la Guardia Civil? ¡Dice que va cada día para leer la prensa! ¿Por qué no lo hizo?
-Por no molestarles. Usted no estaba muerto, solo era el dueño de un coche roto. Piense, solo piense, que las cosas que pasan siempre pasan por alguna razón.
-¡Pero soy un personaje prominente de mi ciudad!
-Pues su prominencia no hará que mejore, mis cuidados sí. He traído a su perro para que le haga compañía mientras salgo a la huerta, ha estado a su lado todo el tiempo. Le dejo comida y bebida abundantes en esa bandeja. Coma. Volveré al anochecer, traeré carne fresca.
-¡Golfo… perrito, te encuentras bien! ¡Oiga! Sabe que no puedo andar… ¡Tráigame la bandeja, hombre!
Pero el anciano ya no podía oírle, se había marchado. El hombre trató de levantarse para reponer fuerzas, pero no podía. La bandeja se encontraba a tres metros sobre una mesa, pero hasta esa le parecía una distancia difícil de cubrir. Se dejó caer sobre la cama de nuevo, mareado y vencido por el hambre. Se dio cuenta de algo que le horrorizó: sus piernas no respondían a sus deseos de levantarse… ¿se habría quedado parapléjico?
De repente una idea le surgió de la cabeza. ¿Estaba pagando por tantos años de arrogancia? ¿Por tantas veces que juzgó sin conocer y tantas otras que desdeñó a alguien porque no poseía tanto como él? ¿El karma existe? Gritó, pero nadie le oía. No podía moverse, no alcanzaba la bandeja de comida, y sentía hambre.
Hizo examen de la situación, y la conclusión era que tendría que adaptarse a su nueva situación hasta que pudiese acercarse un día al pueblo y poder efectuar esa llamada que le devolvería su vida.
Pero… el final de esta historia no es la deseada por nuestro hombre. Sucedió que el anciano fue atacado por un oso aquella tarde, cuando trabada de cazar un conejo para la comida del día siguiente. Nunca regresó. El viejo cayó en una profunda sima ya sin vida. Nunca buscaron su cuerpo, pues en el pueblo dieron por hecho que se había retirado a su cueva de verano perdida en la montaña, como cada año hasta que aflojaba el calor.
Cuando llegaron los fríos hacia principios de diciembre y el anciano no se dejaba ver por el pueblo, entonces se dio la voz de alarma. Y lo que vieron en su casa les dejó sin aliento: en el interior, unos pocos restos de un hombre yacían sobre el suelo, se ve que había intentado reptar por el suelo para llegar a la bandeja sin conseguirlo y tras meses de reptar por el suelo de la casa buscando algo comestible a su alcance, habría muerto de inanición. Cerrada la puerta por fuera, sus restos habrían sido presuntamente devorados por un perro enorme que también yacía muerto en el suelo de la sala principal, vencido por el hambre. Dado el estado de lo poco que quedaba del cuerpo, no pudieron determinar ni siquiera la identidad del fallecido, dieron por sentado que se trataba del anciano.
Sin una persona corriente que le asistiese, al individuo especial se le habían acabado los argumentos. Quién le iba a decir que moriría de hambre. A él, que tanto había tenido, gozado, derrochado.
Los habitantes del pueblo creyeron que se trataba de un caso de muerte natural, y procedieron a organizar su funeral. Lo poco que quedaba de su cuerpo fue enterrado en el pequeño cementerio del pueblo, con el nombre del anciano y al lado de su mujer, que llevaba más de medio siglo ocupando aquella sepultura. Una cruz de hierro oxidada presidió desde entonces su lugar de reposo. Del soberbio nunca se supo en el pueblo. En la ciudad nadie lo echó de menos, las relaciones con su familia eran nulas desde hacía años, y su empresa optó por despedirlo al no poder ponerse en contacto con él durante meses.


Pero había sido fiel a sus principios: murió sin necesitar dar las gracias al anciano de mentalidad arcaica por sus cuidados cuando yacía sin conocimiento. A fin de cuentas lo había dejado tirado, literalmente. Y todo con la colaboración de un presunto ser inferior: un oso. El único final no previsto. Vivió entre diamantes y murió entre cantos rodados. Esperaba un panteón de lujo para preservar su memoria, y solo una cruz desvencijada ocultaba pistas sobre su paradero.
Círculo cerrado. Círculo perfecto.




Diamantes y cantos rodados de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons






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