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jueves, 26 de mayo de 2016

El hipócrita




 El hipócrita


El hombre tomó la mano de su madre, que languidecía en una cama de hospital. Le habían diagnosticado un cáncer que la había ido carcomiendo por dentro, hasta haberla conducido a ese momento, el que todos temían y nadie quería. La mujer, de setenta nueve años de edad respondía a la mano de su hijo con dificultad, apenas podía asirla, las fuerzas eran ya mínimas. La esperanza había expirado días antes, cuando el médico había reunido a la familia para decirle que a su madre, la mujer más importante de la familia, le quedaban dos semanas de vida siendo optimistas, las últimas pruebas que le realizaron no dejaban lugar a dudas.
Una soleada mañana, la madre, que permanecía consciente, tuvo unos momentos de inusitada lucidez, que a su hijo sorprendió.
-Me voy con papá, hijo. Lo he visto esta mañana y me ha dicho que si quiero me voy hoy mismo con él. Qué tranquila me he quedado al verlo.
-¿Has… visto a papá? Hace ocho años que murió, mamá. No digas esas cosas.
-Por eso te lo cuento, para que estés tranquilo tú también. Se presentó ante mí con un aspecto como de treinta años, qué joven y qué maravilla, qué pelazo largo tenía, estaba guapísimo, Javier. Estoy deseando abrazarlo. Fueron cinco décadas largas las que pasamos juntos y lo he extrañado mucho.
-Bueno, me alegro si eso te ayuda a llevarlo mejor.
-Y a ti, y a toda la familia os ayudará, seguro. Pero yo quería hablar contigo para decirte que me siento muy orgullosa de ti, hijo. Eres de los pocos políticos que no han robado a los ciudadanos. Cada vez que veía un noticiario me ponía mala pensando que tú podrías estar metido en chanchullos parecidos y acabar en prisión, pero no. Tú eres íntegro, lo has demostrado. Te quiero muchísimo, hijo.
Javier bajó los ojos, contrito. Su madre estaba apunto de dejarle para irse hacia las sombras creyendo en su honestidad, pero él sabía que tal virtud no le adornaba en absoluto, que había un proceso en marcha y que su nombre iba a salir en cualquier momento para vergüenza de la familia, que había creído en él incondicionalmente. Fue cuando agradeció la situación: no quería que su madre lo viera salir del hospital hacia los juzgados, que era exactamente lo que iba a hacer, pues tenía cita con el juez en unas horas.
-Me voy sabiendo que hice un buen trabajo contigo. Ha merecido la pena tanto sacrificio para que fueras a la universidad. Qué buena cosa es que los hijos de los trabajadores puedan estudiar como tú hiciste.
Javier bajó de nuevo la cabeza. Aquello parecía una pesadilla. Apenas seis meses antes, Javier había votado en el Congreso a favor de la subida de tasas universitarias que precisamente impediría que la mayoría de hijos de trabajadores accedieran a la universidad, y que otros miles tuvieran que abandonar sus estudios por no poder pagarlas.
-¡Mira hijo, es tu padre! –exclamó la anciana mirando hacia un punto fijo de la blanca pared, en la cual no se veía a nadie-. ¡Ha regresado a por mí! Qué sed me ha entrado de pronto… ¿podrías traerme un vaso de agua?
-Claro mamá, enseguida vuelvo.
Javier se levantó de la silla de acompañante de la habitación individual de aquel famoso hospital privado. Se dirigió a la máquina de agua y refrescos del pasillo. Metió una moneda y sacó un botellín de agua. Regresó a la habitación, pero cuando lo hizo y abrió la botella de agua para echarla en el vaso, se percató de algo: su madre ya no necesitaba el agua.
Había fallecido.
Y lo había hecho creyendo que su hijo era un héroe de la política en un momento en que la corrupción era moneda corriente y muchos de los políticos solían acabar en prisión.
Javier comprendió y se sentó a lado de ella tomándole de la mano, rompiendo a llorar desconsolado.
Él era un sinvergüenza, un psicópata de tantos metido en política exclusivamente para hacerse rico, y que había sido lo bastante hábil como para tener engañada a su propia madre durante años. Su madre murió creyéndole honrado. Pobre mujer, mejor para ella irse sin conocer la verdad. En ese momento la empatía regresó al corazón de Javier, que no podía dejar de mirarla, abochornado. Podía engañar a millones de ciudadanos, pero nunca a su propia madre, que merced a sus creencias, desde entonces lo vería actuar desde el otro lado y conocería su miserable verdad: que no había hecho un buen trabajo con él y que más le habría valido haber abortado cuando tuvo ocasión, pues su hijo robaba dinero del estado y legislaba para hundir a los humildes y proteger a otros ladrones de la política como él. Su hijo contribuía a hacer de este mundo un lugar peor para vivir.
Pero la verdad es tozuda y le esperaba apenas dos horas después. En el juzgado. Bajada de ojos. Lágrimas. Nunca suficientes.



El hipócrita de Susana Villar está subjecta a una licència de Reconoixement 4.0 Internacional de Creative Commons







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