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jueves, 12 de mayo de 2016

Da capo





Da capo



-¡Shiss, hija! Cállate -susurró la joven madre-. Ya viene.

La madre puso su mano sobre la boca de su hija. Estaban vivas de  milagro. Un virus extraño producido por la presencia excesiva de  químicos en los productos de consumo generalizado, se había apoderado de los ciudadanos de sexo masculino entre los veinte y los sesenta años, mientras duraba su plenitud procreadora, y, tras una transformación absolutamente espeluznante, el nuevo monstruo de cada casa comenzaba a matar a cualquiera que se cruzase en su camino.

  
Ninguno de ellos mataba con sus manos, eran monstruos nacidos de la tecnología, les gustaba valerse de motosierras, armas automáticas, batidoras a pilas, todo tipo de herramientas o cualquier cosa que hiciese ruido y pudiese a la vez matar... eso hasta que culminaba su conversión que duraba una hora y durante la cual perdían los dedos para ganar pezuñas... y entonces ya solo valían zarpazos y mordiscos.

Rugían vestidos de marca porque ese era el aspecto que tenían cuando les llegó el primer brote, afectaba más a gente adinerada. Y con un ataque era suficiente. Babeaban como bulldogs, manchándose sus caros trajes que reventarían cuando su anchura de torso creciese. Y ese sería su aspecto hasta que les llegase la muerte, el de felinos gigantes harapientos, desenlace que sucedería indefectiblemente a las tres horas del brote. Podían correr, pensar, razonar, porque en la práctica seguían vivos, pero sin reconocer a ninguno de los suyos, ni familiares, ni amigos, ni meros conocidos, ni demás figurantes de la vía y lugares públicos, identificándolos a todos como enemigos a batir. Víctimas de brotes psicóticos. Condenados a matar y a morir. Nada que perder. Los soldados perfectos.



Shania temblaba. Era un lunes, llovía a cántaros y había que levantarse para ir al colegio. Se levantó bostezando. Bajó a la cocina para desayunar. Su madre hacía tortitas y su hermana pucheros mientras daba pequeños mordisquitos a una tostada con mantequilla y mermelada, pero el sueño la vencía. De repente la pequeña miró hacia el pasillo y vio a su padre entrando y saliendo del gran salón, agarrándose a él mismo por la pechera, como convulsionando. Dio grandes voces, pero esa voz no era la de su padre: rugía. Y su rostro se fue contrayendo, surcado de nuevas arrugas que de pronto se tatuaron en su piel a fuego. Y fuego era lo que parecía que el hombre sentía.  Un pelo abundante, largo y rubio cubrió poco a poco cada centímetro de su piel. Rugía como alimaña que huye de cazador impenitente.

Su padre, vestido impecable para ir a la oficina, sufría terriblemente ante los ojos asustados de sus hijas.


La pequeña Caroline de seis años emitió un gritito, huyó por la puerta de la cocina y se perdió en el bosque que rodeaba la casa.

Sin embargo, la madre y la otra niña mayor no lo vieron entrar en la cocina, y cuando quisieron acordar, el hombre irrumpió en la sagrada estancia blandiendo una desbrozadora a batería, la corbata ladeada, la boca rezumando babas.

Las dos salieron corriendo de  la casa por la puerta de servicio desde la cocina misma, metiéndose en su refugio secreto en la parte de atrás de la casa, lugar que solo conocían la madre y las niñas.

Da capo.

-¡Shiss, hija! Cállate -susurró la joven madre-. Ya viene.

La niña se serenó, pero su pánico regresó en cuanto vio las suelas de los zapatos de su padre a través de la luz de una rendija de la puerta que las cobijaba. Sonaba a ruido de sierra mecánica. Shania se tapó la boca con las manos apretando muy fuerte. No podían permitirse ni un solo estornudo, eso podría darle pistas de su escondrijo. Y eso era justo lo que no necesitaban.


La máquina se cayó al suelo, y dejó de sonar. El hombre se alejó de la puerta oculta por un lecho de hojas secas. Ellas salvaron la vida.

Qué suerte que los hombres nunca ven lo que tienen delante.

Ya solo faltaba Caroline.

La encontraron agachada, acariciando al cuerpo de un león que yacía sin vida. Sin duda habían pasado las tres horas de rigor, la niña había sido afortunada, aunque siempre les quedaría la duda de si el león habría reconocido y respetado a su hija. Solo la niña sabía el tiempo que estuvo con él, y ella nunca quiso hablar del asunto.

Tras el suceso, la madre se reunió con sus hijas, mirando como se llevaban al que una vez había sido su marido... un león de enormes dimensiones, porteado por varias personas, tal era la envergadura de su marido una vez convertido. 


Había llegado la hora de viajar al búnquer de casa de su madre, a mil kilómetros. La vida de tres personas solo puede salvarse haciendo pleno una vez, no iba a arriesgar más la vida de sus hijas.


Empezarían de cero, desde el principio, da capo...

Aunque esto es una ficción, el mensaje va para los científicos pagados por gobiernos o por empresas: cuidado con lo que fabricáis en vuestros  laboratorios, podríais ser los que iniciéis el principio del fin de todo y de todos. El mundo apela a vuestra responsabilidad.






Da capo de Susana Villar està subjecta a una llicència de Reconeixement 4.0 Internacional de Creative Commons






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